Después del calor del verano y del esfuerzo extra de llegar a madurar las uvas, las cepas necesitan rehidratarse y coger fuerzas antes del invierno. Es el momento en que el viñedo respira, se relaja, y comienza a guardar energía para completar su ciclo. La siguiente primavera solo brotarán con fuerza aquellas plantas que ahora puedan reponerse y nutrirse bien.
En esta época, el trabajo del viticultor cambia de ritmo. Ya no hay prisas ni vendimias; hay silencio, observación y labores que conectan de nuevo con la tierra. Labrar el terreno es esencial para que el agua de las lluvias penetre en profundidad y llegue hasta las raíces, alimentando el subsuelo y ayudando a las cepas a almacenar reservas. En mi caso, me gusta hacerlo cuando la tierra aún conserva algo del calor del verano: se nota que el suelo “cede” mejor, como si también él necesitara estirarse después del esfuerzo.
Pero el otoño no es solo un tiempo de descanso; es también un momento para mirar con atención. Pasear por la viña en esta época es una de mis rutinas favoritas. El silencio, los colores, los aromas… todo te invita a escuchar. Observo cómo ha llegado cada cepa hasta aquí: cuáles han sufrido más, cuáles han dado racimos pequeños pero concentrados, cuáles piden una poda distinta o un aporte extra de materia orgánica. Son pequeños gestos que marcan la diferencia y que solo puedes descubrir si te paras a mirar.
El otoño es también una estación profundamente creativa. Cada detalle inspira: una hoja que se vuelve ámbar, el contraste entre el verde que resiste y el rojizo que anuncia el final del ciclo. Es el último estallido de vida antes del reposo invernal, un recordatorio de que la tierra tiene sus propios tiempos y sus propias formas de decir “hasta pronto”.
Practicar viticultura ecológica es, en gran parte, aprender a convivir con esos ritmos. No se trata solo de evitar productos químicos, sino de acompañar a la viña con respeto y paciencia, dándole lo que necesita cuando lo necesita. A veces, eso significa no hacer nada más que observar y esperar.
Cada paseo por el viñedo en otoño me enseña algo nuevo. Quizá por eso disfruto tanto de esta época: porque me recuerda que el vino no nace solo de la vendimia, sino también de estos momentos tranquilos, de esta mirada constante sobre la tierra que lo hace posible.
El vino empieza a gestarse mucho antes de fermentar. Empieza aquí, en el silencio del otoño, cuando la viña se recoge, el suelo se abre, y el viticultor escucha.
