Hay cosas que no deberían cambiar tan fácilmente.
Y la vendimia en familia es una de ellas.
Cuando yo era niña, la vendimia era una fiesta.
No solo era trabajo (que lo era, y mucho), sino también un reencuentro.
Se esperaba a que vinieran los primos, los hermanos, los tíos. Se ajustaban fechas. Se organizaban meriendas en la viña. Había risas, discusiones, barro en las botas, mosto en los dedos y uvas robadas a escondidas.
La tierra se compartía. El esfuerzo también.
Así se hacía en mi casa, y en muchas casas de mi pueblo.
Así aprendí yo lo que era vendimiar: como una gran coreografía familiar, donde cada cual sabía lo que tenía que hacer, aunque nadie lo hubiera ensayado.
Hoy, eso es casi imposible.
Cada vez que se acerca septiembre, me recorre una mezcla de ilusión y rabia.
Ilusión, porque vendimiar sigue siendo uno de los momentos más bonitos del año.
Rabia, porque hacerlo como antes, con la familia, con amigos, con gente que viene a ayudar por amor y no por nómina… es cada vez más difícil.
Y no hablo de irresponsabilidad.
Hablo de lo que la ley muchas veces no contempla: que hay pequeños proyectos, como el mío, donde la vendimia no se puede separar de la vida cotidiana.
Donde no hay cuadrillas organizadas por empresas.
Donde no se fichan horas.
Donde las personas que vienen lo hacen con las manos llenas de cariño, no de papeles.
Un patrimonio que merece protección, no obstáculos
Cumplir con la normativa es necesario, y así lo hacemos.
Pero también lo es defender la forma en la que hemos trabajado históricamente, sobre todo en los proyectos familiares, artesanos, rurales.
No podemos dejar que el miedo nos haga perder una cultura que ha sostenido este paisaje durante generaciones.
Y aquí va la parte que más me duele:
quienes tenemos pequeñas bodegas, sin empleados fijos, sin recursos para montar infraestructuras administrativas, acabamos sintiéndonos fuera de juego.
Aunque estemos haciendo las cosas bien.
Con respeto.
Con responsabilidad.
Con alma.
Mientras tanto, las macro bodegas fichan vendimiadores como quien mueve un Excel.
Y se crea una normativa pensada para esa escala, pero que no tiene nada que ver con la nuestra.
Lo digo con claridad: necesitamos un marco que permita la vendimia familiar sin poner en riesgo su legalidad.
Esto no es solo una opinión personal. Es un tema que ya se está debatiendo en espacios como la jornada “Vendimia y vino familiar: patrimonio cultural”, impulsada por la Fundación Caja Rioja, donde se reconoce que la vinificación particular y la vendimia familiar forman parte del patrimonio cultural de nuestros pueblos. Y que merece ser protegido, no invisibilizado.
Yo quiero seguir vendimiando con mi gente
No por nostalgia.
Sino porque es una forma de cuidar mi tierra, de transmitir un saber, de crear comunidad.
Porque no hay mejor manera de entender un vino que haber recogido tú misma la uva.
Porque cuando vendimias con alguien, compartes mucho más que un día de trabajo.
Compartes un pedazo de historia. Nos juntamos tres generaciones en torno a las uvas.
Y eso vale más que cualquier procedimiento burocrático.
En mi bodega, en Navarrete, lo seguimos haciendo así. En la medida que se puede.
Con manos cercanas, con conversaciones al atardecer, con almuerzos compartidos bajo una parra.
Vendimiar en familia también educa. También crea futuro.
Y si lo perdemos, perderemos también una parte del alma de esta tierra.
La vendimia como momento de transmisión
Hay algo que no se aprende en un curso ni en un manual:
la mirada de quien lleva años cortando uvas, sabiendo cuándo están en su punto, con solo tocar el racimo.
Eso te lo enseña una tía, una abuela, un primo.
Eso se transmite con el cuerpo, con la convivencia.
Eso no se sustituye con un protocolo.
La vendimia en familia es también una forma de aprender a trabajar juntos.
A compartir esfuerzo, cansancio y alegría.
A entender que el vino no es solo un producto: es el resultado de una cadena humana que empieza en la viña y termina en la copa.
Y ese tipo de aprendizaje no se puede perder.
Rioja también es esto
Rioja es muchas cosas.
Es exportación. Es denominación. Es mercado.
Pero Rioja también es pueblo, es comunidad.
Es vendimia compartida.
Y sería bonito que desde las instituciones se entendiera esta realidad y se protegiera como lo que es: un tesoro que aún late en nuestros pueblos, pero que necesita ser cuidado para no desaparecer. Es nuestra cultura.
Por eso escribo esto.
Porque no quiero quedarme solo con la queja.
Quiero abrir conversación.
Quiero que se visibilice.
Quiero que se entienda que defender la vendimia familiar no es estar en contra de la ley.
Es pedir una ley que entienda nuestra forma de vida.
¿Vendimiaste alguna vez así?
¿Sabes de lo que hablo?
¿Te suena esa mezcla de cansancio feliz, de viña y merienda, de conversación entre hileras?
En mi bodega, en Navarrete, seguimos haciéndolo así.
Con lo que podemos. Con lo que tenemos. Con lo que somos.
